Llegint el bloc d'en Salvador Macip i la seva proposta del Joc de Déu, he pensat que de sempre m'ha fascinat morbosament la possibilitat de matar algú (des d'un punt de vista teòric), sense cap motiu, cap rao. Matar ens iguala a Déu, tenim el mateix poder que ell, crear i destruir, potser és per aixó que el caçador, el que més desitja en el fons, és la caça de l'home.
Ja que podem crear la vida sembla que també tindriem dret a llevar-la, no tan sols la nostra, sinó la de l'altre, sense cap motiu, raó......ni...... remordiment?

Giovanni Papini va escriure un conte fantàstic del que us en deixo el començament i si us interessa, l'enllaç per a continuar llegint-lo. No l'he traduït, el teniu doncs tal qual es va editar en castellà.


EL PRISIONERO DE SI MISMO - I

El castigo no me parecería completo si no contase a los demás, antes de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil que pueda parecer a los hombres sanos, creo que será leída con provecho por aquellos que no sientan repugnancia a estudiar el alma humana.

Cuando cometí el primer delito tenía poco menos de veinticuatro años; sin embargo, mi habilidad para ocultar actos y sentimientos me sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer, incluso de niño, era el hacer algo sin que los demás se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de cosas inocentes que hubiera podido hacer muy bien delante de todos sin miedo a recriminaciones, pero mi alegría no consistía en realizar aquellas acciones, sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al correr de los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre a usar expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre, demasiado sencillos.

Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el asesino quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no tenía ningún motivo particular para robar o matar y me vi obligado a elegir, como primera víctima, a un buen hombre que apenas conocía y que habitaba a pocos pasos de mi casa. Durante muchos días estudié el mejor modo de realizar sin peligro la repugnante obra. Preví todos los casos, todos los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con exacto cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El día fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en su habitación.

El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía el motivo del homicidio ni el método usado por el asesino para no ser descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado y no había indicio alguno para seguir la pista del culpable.

Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo -no más de cuatro o cinco veces al año- realizando similares y bien calculadas supresiones. En poco más de dos años murieron misteriosamente a mis manos: dos muchachas, un cura, un mozo de cuerda borracho; tres jóvenes bien vestidos, de los cuales no supe nunca el nombre ni la condición; una patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor mío y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos viajes por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, venían con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos y dos o tres jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en diversas ciudades y con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos vulgares, como el cuchillo y el revólver, y prefería procedimientos más refinados e indirectos para procurar la muerte: ahogar en el agua, envenenamiento a pequeñas dosis, inoculación de enfermedades incurables o fulminantes, incendios, caídas en apariencia casuales, escapes de gas y otros semejantes. Había adquirido, en el manejo de estos medios, una seguridad que muchos asesinos profesionales me habrían envidiado. Prescindiendo siempre de cómplices y guardándome mucho de coger nada que perteneciese a las víctimas, aunque se tratase de ricos, no corrí jamás peligro de ser descubierto. No teniendo rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero, podía acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, aunque la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese el terror de mis conciudadanos y la obstinación de la Policía, no me ocurrió nunca que se sospechase de mí, ni que fuese interrogado. Mi vida, un poco extraña, de aficionado rico y vagabundo, me ocultaba enteramente. Había llegado a ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar, ni aun lejanamente, una señal de mi actividad delictiva, no quise leer nunca ni las memorias de Canler ni de otros célebres polizontes, ni las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni tampoco el famoso libro de De Quincey cuyo título, El asesinato considerado como una de las bellas artes, me atraía mucho. . . llegir més