Signatura dels “Pactes de la Moncloa”. Els líders dels partits polítics amb representació parlamentària posen al palau de la Moncloa després de la signatura del document econòmic. Aquest article de Joan Fuster es va publicar a l'edició del día 28 de junio de 1980 a La Vanguardia. Al digital no l'han traduït, han reproduit l'article en paper del 1980 del que teniu l'enllaç. Jo tampoc l'he traduït, no sè si hauria de fer-ho al català o al valencià de Fuster, i en el dubte prefereixo publicar la versió  original, adient a l'època. Fixeu-vos que fa 42 anys, ja es parlava de desencís, -polític- clar, però Fuster va més enllà i ens pinta un quadre del paisatge polític i ciutadà de fa 42 anys.

"Se habla mucho de eso: del “desencanto”. Y se trata, naturalmente, de un supuesto “desencanto político”. Hubo, en efecto, una temporada de ilusiones, casi de alborozo, que pareció tener en vilo a un amplio sector del vecindario. Todavía no habían enterrado al general Franco, y ya el ambiente se iba animando. El “cambio” era irreversible. Tanto desde las madrigueras de la clandestinidad como en los despachos oficiales del régimen a liquidar, se puso en marcha la inquietud de los relevos, la impaciencia de otra “cosa”», la necesidad de un desahogo. El fenómeno no pudo ser más ambiguo, pero, de todos modos, resultaba esperanzador. Luego, las calles y las urnas sirvieron de plataforma a los entusiasmos, y la gente compraba más papel impreso para enterarse o para discutir. Alguien, precipitadamente, auguró la sustitución del apasionamiento futbolero por el interés cívico. Unas Constituyentes improvisadas elaboraron una curiosa Constitución, que me abstengo de juzgar —sería delictivo, o al menos irrespetuoso—, y el “pueblo soberano” la votó en referéndum. A continuación, todo ha sucedido como era de prever. ¿O no?

No cabía esperar más. Las “condiciones objetivas” que la sociedad integrada en la monarquía española heredó del franquismo, el contexto internacional, y otros factores menos fáciles de describir, impedían que el “cambio” fuese auténticamente “cambio” (y ya habíamos olvidado aquella broma de mal gusto de la “ruptura”, engendro febril de Dios sabe quién!). Poco a poco, las aguas han vuelto a su cauce: al fútbol y a lo restante. No digo que todo sea igual que antes. Ni lo es ni tampoco podía serlo. Pero no hubo tanto “cambio” como anunciaron. Aún hay por ahí quien habla de “transición”. ¿“Transición” a qué? Hemos llegado al final del trayecto, y de eso, conscientes o no, todos estamos convencidos. Por lo demás, los hechos de cada día, administrativos o legislativos, lo certifican. El alegre champán de algunos brindis “consensuales”, con que los redactores de la actual Constitución celebraron su parida, hoy debe saberles a vinagre a los ingenuos izquierdosos que cayeron en la trampa. O tal vez no: sospecho que algunos ni se han dado cuenta del disparate. Las actuales quejas acerca de la “involución” o de la “derechización” del poder ejecutivo son pura idiotez. No hacía falta ser un lince para verlo venir.

Y si no llega a interferirse la llamada “crisis” —muchas crisis en una—, todo habría funcionado “mejor”. Sospecho que, históricamente, la derecha española nunca tuvo enfrente una izquierda tan suave, tímida y bien educada como la actual. Bueno: la derecha española apenas ha disfrutado de una izquierda seria, excepto en raros momentos de crispación revolucionaria. La “crisis” —la creciente muchedumbre de parados, el desasosiego de los empresarios, los líos con el Mercado Común y con los moros, el precio del petróleo, cualquier precio del mercado o supermercado, de la barriada, y más—, la “crisis”, digo, con su incidencia, embrolla el asunto. El gobierno del señor Suárez se ha probado impotente para cualquier arreglo. ¿Qué sería un gobierno del señor González? Nadie puede sacarse de la manga la panacea. Un amigo mío, encantadoramente grosero, insinúa si, unos y otros, juntos, no serán las “rimas” de Felipe Adolfo Bécquer. De hecho, las respuestas del Ejecutivo no responden a nada; las críticas de la Oposición son pazguatas: el agarrotamiento —o la epilepsis— extraparlamentario no levanta un gato por el rabo.

¿Y qué quieren que hagan los ciudadanos de a pie, y muchos motorizados? Pues encogerse de hombros. Los sociólogos están obligados a explicarnos la diferencia entre el “apoliticismo” de la época de Franco y el “desencanto” de la pseudodemocracia postfranquista. Cada día habrá más abstenciones ante una convocatoria de elecciones —si no media algún drama local—, y las manifestaciones callejeras disminuirán en número, y cambiarán algo para que no cambie nada. El pueblo peatón, si no puede pagarse una entrada en un estadio, o una comilona decente, se resignará al televisor, o a la módica radio portátil, y a unos comestibles baratos y dudosos. ¿La “política”? Como siempre: la “política” es un asunto de “ellos”. Es tradicional decirlo así: “de ellos”. Un día, la población básica salió a la calle con gritos y banderas. No se repetirá el episodio. El futuro, a lo sumo, será de piquetes con pancartas pintarrajeadas, de anónimos esprais en las paredes, un petardo aquí o allá. Ejercicios de minorías. O sea: nada, o casi nada. Ya se encargará la policía —consensuada- de aplacar tales discordancias. Teóricamente, al menos. Pero “ellos”, la “clase política”, continuarán en su complicidad. Las izquierdas, en su escaño parlamentario, avalan a la derecha ancestral, y le dan patente de “liberalismo”. No hay constancia de que la derecha, incluida la “socialdemócrata”, en el ámbito celtibérico, deje de ser derecha.

Aunque la verdad es que las “izquierdas” de la Piel de Toro sólo son izquierdas porque les fuerzan a serlo las derechas. Me temo que una gran cantidad de sufragios obtenidos por la hipotética “izquierda” sólo sea un “no” de precaución frente a la granítica derecha, paleolítica, que ahora manda porque ya mandaba con Franco. Mi suspicacia es que hasta el proletariado es de derechas, y vota a las derechas... No, no ha habido “desencanto”. O lo ha habido en círculos restringidos, tiernamente subalternos. La “clase política” —derechas e izquierdas solidarias, emparentadas a menudo, pactando el amiguismo y el nepotismo— vibra con su “política”. Se tiran los trastos a la cabeza, en un debate parlamentario, y charlan afablemente en el bar de las Cortes y en los míticos “pasillos” de la Carrera de San Jerónimo. Ellos, y todos son unos, no se han “desencantado” su “en canto”, precisamente, es ser “políticos”. La demografía subsidiaria, que no se chupa el dedo, opta por seguir lo del balón. Quizá exagero. No mucho. Se han “desencantando” unos grupúsculos tontos. La inmensa mayoría comprendió enseguida que ella no importa políticamente, y sólo protesta por el jornal, por el arancel, por la subida de la gasolina. No protesta demasiado, a pesar de los pesares. Puede que voten “izquierda”, pero son de “derechas”.

¿A qué viene eso del “desencanto”? ¿Quién se “encantó”? ¿Y por qué? ¿Y cómo? Habría que citar nombres, partidos, intelectuales —“orgánicos” o no—, activistas… Sería muy triste. Los llamados a promover el “análisis concreto de la realidad concreta” pasan el rato tocando la flauta y sin enterares. Podría poner ejemplos, y muy cercanos a mí. Quizá al lector no le interesen los embrollos municipales. La anécdota de Sueca —se hizo famosa durante un par de semanas— ha venido a demostrar que el señor Carrillo es mucho más tonto de lo que se imaginan sus adversarios de Parlamento. Carrillo, en Sueca —mi pueblo— ha jugado la baza de la derecha, y no de una derecha cualquiera, sino de la derecha-derecha. ¿“Desencanto”? Cada municipio tiene su angustia. La tiene la derecha y la tiene la izquierda. La “clase política” de las alturas se entretiene en el juego del poder, y el “pueblo soberano” queda abandonado a una manifestación o a unas elecciones. Y el “pueblo soberano” se fatiga. Sabe que la trama está en manos de sus “mandamases” de Felipe Adolfo Bécquer. Y se dedica a contemplar la tele. Que también es un dato político". - Joan Fuster